Eva en el País de las Maravillas


Lewis Caroll, tituló su obra Alicia en el País de las Maravillas porque en aquellos tiempos Eva aún no había nacido. Por eso no pudo nombrarla aunque quizás ya entonces la imaginaba, acaso la intuía librando aventuras fantásticas con lo grande, con lo pequeño, lo onírico intangible o el poder establecido.

Como Eva se resistió a nacer hasta 1975, Caroll diseñó una protagonista que no se llama Eva pero que se le parece tanto.

Una suerte de niña grande o joven ninfa o cualquiera de las fabulosas deidades de las aguas, los bosques y las selvas. Una nereida que, según la zoología, se refiere al estado juvenil, pongamos por caso, de una libélula con un incompleto desarrollo de las alas. Pero con alas al fin y al cabo, para volar, como decía Oliverio.

Eva de las maravillas, como Alicia, posee cabellos rubios y ondulados, tez blanca y rubor en las mejillas. Y de la misma forma que ella, es capaz de discutir con el conejo blanco que llega tarde sobre reciclaje, sobre el modelo de pensiones o queso extremeño.

Eva, como Alicia se bebe la poción correspondiente para ser grande o pequeña, para sortear los avatares del camino o colarse por el Aleph del cuento de Borges, ese punto tornasolado donde convergen todos los lugares del mundo.

Se trata de una habilidad poco común que se ejercita con la práctica pero que, sin duda, es también una extraña rareza que capacita a quien la posee para abrir infinitas puertas y ventanas, multiplicar lunas y espejos y poner curvatura donde antes sólo había aristas.

Eva es una maestra alfarera de la apertura o una esponja natural, porosa y receptiva, capaz de incluir en una misma esencia vital a una rebelde con new balance y a una alumna aplicada que es el ojito derecho de su papá.

Fue al principio rockera y electrónica y conducía con pericia coches viejos, coches que probablemente descansan en estos mismos lares, bajo sábanas blancas a la espera del renacimiento mecánico que todo lo puede.

Fue rockera y yo también lo fui, sobre todo en esas noches estrelladas del Robledal, escuchando a Los Suaves y Extremo y armando teorías en un vano intento de arreglar el mundo. Los colores entonces eran vivos y solíamos mezclarlos siempre con un fundido en negro.

También fue alumna aplicada y, poco a poco, una mujer elegante de planta limpia e impecable. Los colores ya eran pasteles y blancos, como los que vestiría cualquier dama de la Francia Colonial en un día de verano.

Porque, como Alicia, no sintió pereza del viaje. Y se fue y regresó y vendió tejas y pintó casas, paseó perros y fue la enfermera del Dr. Cuadrado.

Sin pereza y con tres palabras de francés aprendido escuchando canciones se marchó a hacer las Galias. Volvió como si tal cosa, un buen día, con un francés perfecto a mis oídos, con título de patrón de yate, amazona olímpica y master en pintura contemporánea. O como dice ella a veces en los bares, convertida en una artista de lo abstracto.

Aquí ya los colores eran todos, magentas, dorados y una extensa gama de grises.

Regresó, como Ulises a Ítaca y encontró la luz en Diego, con la naturalidad de un amor de verano que ya no se va nunca.

Un amor lo bastante intenso como para atar al viento de levante que son estos dos espíritus libres. Un amor como un hogar que se encuentra en cada puerto y que no tiene otro confín que sí mismo.

Eva, sabedora del valor de la luz y las esferas, del viento y las mareas, jamás habría dejado escapar una sonrisa como la de Diego.

Y no la culpo, Diego, la verdad, porque resulta una razón suficiente para cualquier batalla. Así que en realidad, siempre estuviste vendido, ya que Eva no pierde nunca una batalla cuando se trata de encontrar la luz.

Imagino que también tú viste todo esto que narro desde la empiria. Y que ella vio en ti esa luz oceánica que llevas dentro y a veces regalas.

Y hoy nos contáis, como si tal cosa, que entre todas las opciones posibles habéis elegido permanecer juntos.

Aquí, ante todos nosotros, ante este sortilegio de promesas amor que se hacen porque nadie las pide. Que se dan porque no son nuestras.

Pues bien, esto no es el colofón de una historia, es más bien el hallazgo del Aleph, vuestra elección de querer bucear las mismas aguas para poder tenerlo todo.

Porque la vida, cuando se vive con ganas, ajenos al conformismo, cuando somos capaces de no renunciar al confort ni precisarlo, contiene en sí misma todos los mundos posibles. Tal y como nos contaba Borges en un fragmento de su Aleph:

“…vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto….vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.

Este es el inconmensurable reto que habéis elegido, ver este mismo universo, compartir esta maravilla y permanecer juntos, por puro amor. 

Que así sea.

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