Sonrisa en una botella

Daniel Luminius, pongamos por caso, iba sonriendo por la Avenida de Menéndez y Pelayo. No es que sonriera con fruición inusitada, de forma tan grotesca y teatral que fuera imposible no mirar.
Tan sólo era una sonrisa común y corriente de esas que uno pone cuando piensa en algún momento feliz o conversación risueña sin pararse a pensar en el prójimo ajeno que le mira en plan marciano y se pregunta: ¿Y este que hace riéndose sólo?
Lo cierto es que Daniel, de aproximadamente 33 años, lleva dos semestres recuperándose de las secuelas de un accidente de tráfico y el coma que le sucedió y le hizo perder buena parte de su función motriz. Razón por la cual pasea a diario y acude a logopeda y fisios semanalmente. Pasea a menudo y suele hacerlo con o sin su madre y siempre en compañía de un bastón y botas de treacking.
Algún cursi diría que en lugar de 33 tenía poco menos de dos años con algún eufemismo del tipo "ha vuelto a nacer". Lo cierto es que su aprendizaje se asemejaba al de los niños a los 15 meses si bien su mirada era más la de un hombre que había visto mundo.
Este joven alto, que en España podría pasar por rubio ("De pequeño era rubísimo, casi albino" habría dicho su madre) iba lanzando sus largas jambas calle arriba mientras sonreía como el-que-divisa-a-lo-lejos-a-un ser querido y lo recibe así, con una especie de abrazo sin palabras.
Una mujer se le ha quedado mirando mientras se cruzaban cara a cara frente a la verja del Niño Jesús. ¿Por qué me sonríe? ¿Pero a este chico que le pasa?
Ella no ha entendido nada pero para mí ha sido como encontrar una sonrisa metida en una botella.
He cogido el fortuito hallazgo algo emocionada y me he ido al final del autobús para desenroscar esa sonrisa madrugadora cargada literalmente de esplendor renacentista.

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